26 Sep
26Sep



Dedicado con amor a mi papá, Quirino Casas R.


Creo que comencé a ser viajera a los cinco años. O tal vez desde antes. Y lo hice gracias a mi padre. Todo comenzó con una vida. La de él. Su travesía a Roma. Sus cuatro años estudiando allá. Sus anécdotas cotidianas. Sus veranos en Castelgandolfo. Sus días de estudio. El traslado en un barco transatlántico. Su corta estancia en Nueva York. Los días lejos de casa cuando entonces no era común viajar como ahora. El relato de una existencia viajera. Un objetivo medio terrenal medio celestial. La aventura juvenil. La de mi papá. De la que desciendo. Una que recuerdo juguetona. Una que evoco con amor. Y que para mí fue común. Un cuento de hadas. La historia de mi inicio. De la que siempre me voy a sentir parte de la magia. Sí, es el viaje de él. Su viaje. Pero también es el mío. Así es como comenzó todo, escuchando las historias de mi padre. 


Un viajero empieza a serlo desde que nace el deseo íntimo de salir a conocer el mundo. Y ese principio emerge desde la imaginación así como de la recreación de las historias contadas, leídas o escuchadas. Hay un universo interior que se gesta y que se desea descubrir. Ése que está ahí a complacencia de uno y que está esperando a ser descubierto. Vivido. Saboreado. Soñado a ojos abiertos. Gozado y hasta sufrido. No en vano cuando nacemos nuestra imaginación nos lleva por lugares inconcebibles con la resolución de descubrirlo a través de esa recreación lúdica. De esas primeras impresiones de aventura. Esos juegos de la primera edad. De la inocencia exploradora. Nata. Indispensable.


Todos llevamos ese explorador interior. Pero pocos lo desarrollamos por diversas circunstancias.  Está ahí, de hecho, viene con nosotros. Pero con el paso de los años si no se alimenta, poco a poco va mutando a sólo ser una “sentimiento infantil”. Pueril y propio de la etapa. Si no se fomenta, se aleja. Se pierde entre la bruma de la cotidianidad y la urgencia de las “prioridades” de una vida responsable. Muchos recuerdan ya de adultos esa furia interior de antaño que se quedó truncada. Y que se traduce en frases como “Mi sueño es ir a España, algún día iré” Pero luego no sucede nada porque no se dio el cuidado para que creciera esa llama o fuerza y se convierta en algo real. La existencia verdadera de la energía que explora. 


Mi imaginación de niña estuvo llena de juegos, aventuras y de viajes imaginarios. Yo era por entonces una entrevistadora que se iba a Francia. Una exploradora de la selva. Una mujer glamorosa. Una cantante que se presentaba en el Music Hall de Nueva York. Una locutora en África. Una maestra de español en China. Yo era todo eso y más personajes por el estilo. Al tiempo que mi papá me contaba sus ires y venires en el extranjero. Su viaje, un montón de estampas de Italia. Roma como epicentro de la diferencia, de la novedad, del conocimiento, de la locura, de la razón, de la sorpresa, de la irrupción, de lo soñado y de lo logrado. Italia. Italia. Italia. 


 Mi padre tiene una forma muy especial cuando habla de lo que le hace feliz. Se ve a todas luces que se siente realizado. Lo trasmite y lo contagia. No pasa inadvertido lo que comunica. Es una persona apasionada desde que lo recuerdo. Así que sus travesías se metieron con la misma vehemencia en mi corazón y en mi memoria. La combinación de la imaginación infantil por descubrir el mundo con su entusiasta oralidad de grandes experiencias no podían ser ajenas para mí. La semilla germinó en la viajera que soy. De la niña con aventuras imaginarias a la mujer que ya ha visitado más de una cuarentena de países. 


Dice Michel Onfray en su ensayo Teoría del viaje que todo viaje comienza en una biblioteca o en una librería, que antes del nómada está el lector, que, de algún modo, la lectura es el viaje iniciático. El mío  tuvo su principio con la literatura oral de mi padre. Sus propios cuentos de vida que me fueron transmitidos hasta calar hondo. Aún retumban las voces de los niños enseñándole italiano aquel verano. O los nervios de los exámenes orales. Los compañeros de Etiopía y Japón. 


También me contó sobre la Segunda Guerra Mundial, los judíos y del Diario de Ana Frank, su historia, su escondite, su circunstancias de vida y su legado. Fue el primer libro que leí. El diario de una niña escondida por ser judía. ¡Lo absurdo de lo humano! 

Recuerdo intentar imaginar su casa por esos dos años en un edificio en Ámsterdam. Recrear mentalmente esa puerta tapada por un librero. Su juventud en cautiverio en un espacio reducido teniendo que guardar silencio durante todo el día. Ese libro me marcó y con él crecieron otras ramas a las ya crecientes ramificaciones del deseo aventurero. Posterior a la lectura visité Ámsterdam y muy recientemente el campo de concentración de Auschwitz. Todo resultado de aquellos relatos escuchados.


A los diecinueve años fui un verano a estudiar inglés a Canadá. En ese viaje dinamitaron todas las historias de mi papá, los juegos de imaginación, la lectura de mi primer libro y mis ganas por descubrir. Llegó la realidad y me plantó cara. Todos esos elementos llegaron a su punto más alto para dar paso a lo que en ese momento decidí para mi vida: viajar.


Desde entonces hasta hoy no lo he dejado de hacer. Comencé como pude. Ahorrando. Planeando. Imaginando. ¡A cómo imaginé! Cometiendo errores. Tomando vuelos nocturnos y con largas escalas. Dormí en hostales. Comiendo barato. Dejando de comer para no gastar dinero. Durmiendo poco. Y un largo etcétera. Un tesoro de vivencias en este corazón agradecido.


Hoy ya no viajo como antes. Ya no me siento desesperada por correr de aquí para allá para conocer todo. Ahora lo hago más tranquilamente. Pero con la misma pasión. Ya puedo disfrutar de un paisaje. Subo montañas. Recorro a pie las calles de una ciudad. Disfruto de una copa de vino mientras veo la gente pasar. Gozo de sentir el pulso de las personas con mis sentidos muy abiertos. Ir a un museo tranquilamente y gozarlo. Quiero que mi ser se impregne de lo que mis sentidos perciben. Anhelo empaparme de esos momentos.


Sigo siendo muy apasionada, aquella niña que escuchaba anécdotas. Historias. Cuentos. Bendita tradición oral que transmite experiencias y conocimientos. Que va encendiendo corazones. Leo y viajo con las historias. Y cuando toca el turno de emprender mi aventura también escribo mi propio relato.

Gracias papá por tus aventuras. Gracias por tanto. Ésas que también son mías y que me han hecho la persona que soy. Viajera de corazón.


                                                                               Gabriela Casas

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