Cada vez que escucho un avión pasar, invariablemente volteo al cielo. Es señal de que pronto vendrá un viaje. No tengo más lectura que ésa. Por gracioso o absurdo que pueda parecer para mí es la verdad. Nada más real.
Tomar el avión y lanzarme a cualquier parte. Perderme en una capital de la que dicen es magnética. Oler a especias a lo largo de calles y calles de comida en las que no logro distinguir qué es. Esquinas de ciudades donde no puedo cruzar la avenida porque son tan caóticas que hay que esperar largo tiempo y sólo logro el cometido pegándome a un local. Escuchar los cláxones de las motos en avenidas que convergen y que parecen que caen encima de mí. Y que por si fuera poco, en ellas van montadas familias enteras sin casco. Ciudades que he visto mil y una veces por internet y que es el sueño imaginario o real de muchos. En el mundo hay muchas imágenes tan surrealistas que sólo siendo testigo lo crees.
El viaje de los sentidos. Ése que se huele. Se ve. Se toca. El aroma a tacos al pastor. El sonido de las hojas que crujen cuando caminas en la selva. Los pájaros en medio de una playa paradisíaca. El olor a mar. Sentir el sudor después de recorrer el desierto. Las lágrimas que corren cuando ves una muralla milenaria. El susto que te causa cuando escuchas repentinamente el llamado a la oración a media tarde en un idioma indistinguible.
Sufrir claustrofobia cuando entras en los túneles que un día utilizaron muchos militares para esconderse debajo de la tierra para luchar por su país. O encontrar casualmente monjes tibetanos que no pueden tener contacto físico ni visual con las mujeres. Ese sabor del jamón ibérico. Los niños que te piden una fotografía porque la extraña eres tú. Escuchar el sonido del agua de las cascadas. Visitar un campo de concentración. Imaginar el sufrimiento de la gente producto de una guerra no muy lejana. Escuchar idiomas en los que no entiendes nada. La sensación de lo nuevo y desconocido. Descubrir historias de dragones. Aprender cómo se espanta a una bruja.
Una vez comenzada la aventura, soy una viajera que aún rompe a llorar cuando encuentra eso que desea ver. Que se sigue sorprendiendo porque el mundo es una maravilla a pesar de todo y de todos los días en que nos desilusionamos. Una a la que se le cierra la garganta por ver el Angkor Wat en Camboya, por navegar en el milenario río Nilo o ver el tiburón ballena en Bahía de los Ángeles.
Viajera que aún recuerda el sonido del Metro en Madrid, “siguiente parada Tirso de Molina” con ese acento. Una que disfruta de comer chapulines en el centro de Oaxaca. O al recorrer La Candelaria en Bogotá. El miedo de ver a los elefantes acercarse en Tailandia. Casi morir de susto en un tuk tuk que transita por el centro de Bangkok.
La sorpresa de ver cómo aún visitan la tumba de Jim Morrison en París.
El terror que experimenté cuando vi a esos changos en el Bosque de Monos en Bali. O la risa que me dio por correr alrededor en la Torre Eiffel. Caminar perdida en Lisboa. Desorientada por llegar a las catacumbas en Roma. Viajera que escucha música y le recuerda a los lugares a los que ha visitado. Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. O Silvio Rodríguez en Madrid.
Calesquiera que sea el lugar, tengo una energía renovada, una ansías muy distintas de cuando estoy en casa, unos deseos inagotables por descubrir, una mirada más atenta que se abre al encontrar la belleza, una sensibilidad extraordinaria que normalmente no experimento, un abanico abierto con mi Yo entero. Una curiosidad inmensa de hablar con todos y de todo. De reír y divertirme. Me gusto mucho cuando estoy de viaje. Feliz. Completa. Realizada.
Por supuesto que cada vez que escuche el sonido de un avión, voltearé. Seguro es una señal. Mi señal. ¿Cuál es la tuya?
¡Feliz viaje pasajeros!
Gabriela Casas