17 Jan
17Jan

El Cairo es una ciudad empolvada. Llena de tierra. Han pasado meses y aún siento en mis cabellos y labios las oleadas del viento acompañadas por una delgada estela de esa arena que vuela por las tierras del Norte del África y que posiblemente vengan de un pasado muy lejano. De uno lleno de esplendor. Ése del que sí existió, del que aprendimos en los libros de Historia y del que poseemos en el inconsciente colectivo. Y que ahora es el dulce recuerdo del ayer. Un pasado que no desea morir y que hoy nos muestra lo que queda de ella. De ese Cairo quiero hablar. Del que conocí en 2023.

Llegué a la capital de Egipto en un día caluroso de abril. No hace falta decirlo, en El Cairo siempre hace calor. Bajé del avión y desde que iba caminando por el puente de embarque comencé a sentir el caos. Una sensación de desorden atrapó mi atención. No perturbó mi tranquilidad. Todo lo contrario, llegué al país donde reina el ruido y el eco de la Historia. Y mi interés y curiosidad se activaron: esto se va a poner interesante. La adrenalina comenzó a subir.

Frente a mí estaba el oficial que revisó mi pasaporte y visa previamente tramitada. Volteó a verme con una mirada profunda. No sé porqué en esa parte del mundo las personas tienen una mirada penetrante como queriendo hurgar en el alma, descubrir algún secreto o simplemente entrometerse en algún rincón de mi interior. Lo mismo me pasó en Turquía y en Marruecos. A los minutos, en una seña poco amable y con un inglés muy limitado me dijo que pasara. No hubo un “disfrute de su estancia” ni “un buen viaje” ni mucho menos “bienvenida” No importa, ya estaba en Egipto y ése el era el comienzo de la gran aventura.

Una vez del otro lado subí al vehículo que nos llevaría a recorrer el país por los próximos trece días. A lo pocos minutos, escuchaba gritos por aquí y por allá en árabe sin entender media palabra. Ese idioma tiene esa musicalidad algo áspera que taladra el oído cuando no estás acostumbrado. Y que sin remedio te pone alerta. Luchas por tranquilizarte mientras que tu otra mitad tiene todas las luces rojas, ojos bien abiertos.

La espera fue de media hora o tal vez más y no entendí el porqué del retraso. Pregunté y nos dijeron que era porque los policías que nos escoltarían aún no llegaban. ¡Vaya sorpresa que me llevé! ¿Policías? ¿Para qué? ¿Cuál es la razón? Pues sí, policías armados hasta los dientes para acompañarnos en nuestro mágico y soñado viaje por las Pirámides de Giza, los Templos de Karnak, el bazar Jan El Jalili, el Valle de los Reyes, el Templo de Luxor entre otros. Caí de espaldas imaginando lo peor. Mi lógica me dictaba que si necesitaba esa protección, el peligro estaba en cada esquina. 
Cuando expresé mi preocupación, mi guía me contestó, “¿No te sientes más segura si vienen a cuidarnos los oficiales?” Primer gran encuentro de diferencias.  Dos formas de ver lo que es “sentirse seguro”. Comenzó la marcha rumbo al hotel con nuestra patrulla detrás y con las sirenas encendidas. Muy discreta la situación. Justo ahí comencé a reír y pensé que sea lo que Dios quiera, a vivir la aventura.

Recorrer El Cairo te ofrece un contraste de emociones; por un lado, es una suerte de sorpresa, de admiración, de orgullo por un pasado que nos pertenece a la humanidad. Pero también de pena, de congoja y aflicción. Vi fantasmas por toda la ciudad. Aquellas grandezas y bellezas, cayeron y queda sólo esto. Rastros del ayer. Aromas de una bonanza que quizá no vuelva. Polvo. Mucho polvo. Se mete en tu piel. En tus primeras impresiones. Colores apagados. Y mucho calor.

Las emociones se intensifican cuando recorres la parte Oriente de El Cairo a las faldas de las montañas Mokattam, ese enorme conjunto de necrópolis históricas donde hay tumbas de todo tipo y de distintas épocas desde humildes enterramientos hasta mausoleos sofisticados.  La catarís surge cuando descubres que un millón de personas vive en estos cementerios. 

Estas personas despiertan, comen, duermen sobre las lápidas de los muertos. Almas vivas que conviven con la de ellos todos los días. En la cotidianidad. Y están a cielo abierto frente a los ojos de todos con una naturalidad que pasma. Que paraliza. Que impresiona y deja sin aliento. Vivos conviviendo con los muertos. Haciendo su diario vivir, entre fantasmas, entre recuerdos y el pasado. Construyendo nuevas vidas sobre otras que ya partieron.  Escribiendo y viviendo historias de vida sobre las que se han ido.  Hay que verlo para creerlo, aún hoy siento el escalofrío recorrer mi cuerpo. 

Me pregunté ¿Dónde quedó toda aquella civilización? ¿Dónde está aquella hermosura? ¿El encanto que atrae? Se esfumó. Se hizo polvo como el polvo que se arrastra con el viento en El Cairo.

Hay cosas en el mundo que rebasan nuestras emociones. La cabeza y el corazón no dan crédito a lo que estamos viendo. Y ésta experiencia es una de ellas. Ponen en pausa nuestras certezas, nuestras creencias, nuestros sentimientos. Se inmoviliza nuestro universo que hasta entonces lo teníamos estructurado y lo creíamos sólido. Algo se derrumba.

Sin embargo, después de detenerme, surgió un cambio en mí. Lo que hasta entonces me pareció insólito y asombroso. Vi cómo entre todo ese caos cultural y hasta espiritual, cómo emerge una belleza intacta que va más allá de los ojos. No está a simple vista.

 Para el viajero exquisito o quisquilloso podría parecerle que es una ciudad desagradable que ya perdió su solemnidad. Pero para el más sensible, es toda una oportunidad de comprender y ver que la vida oscila entre grandezas y caídas históricas. Descubres la capacidad irrefutable que tenemos los humanos para abrazar la vida a pesar de todo y no soltarla. 

Somos increíbles cuando queremos salvarnos. Cuando queremos seguir a pesar de la adversidad. Cuando nos adaptamos. 

Ahora no me cabe duda, El Cairo posee una belleza que no es visible, hay que escarbar. Entre todo ese polvo, ese desierto árido y la inmensidad despojada, hay belleza. La que fue y no volverá. Pero de la que queda un perfume innegable. Uno que sólo se percibe con la suficiente sensibilidad. Con la cabeza fría. Y con un corazón dispuesto a ver lo que a simple vista no destaca.
Sólo hay que abrir bien los ojos de nuestro interior. 


                                            Gabriela Casas


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